Doblemente victimas
Por definición, la violencia de género se refiere a los actos peligrosos dirigidos contra una persona o un grupo de personas de su género.
La relación entre violencia de género y consumo y/o dependencia de sustancias es muy estrecha: si por un lado surgen datos alarmantes sobre el número de personas que son víctimas de violencia de género y sufren abusos por parte de alguien que consume drogas, por otro lado se evidencia una estrecha correlación entre el consumo y ser víctima de la violencia.
En el primer caso, la literatura científica destaca cómo tanto las mujeres como los hombres que abusan de una o más drogas son potencialmente perpetradores de violencia (Murphy et al., 2001; Stith et al., 2004).
Muchos de los estudios sectoriales sobre el tema se centran en la violencia doméstica, destacando que existe una relación directa entre el abuso de cocaína y marihuana y la violencia incluso dentro de relaciones que no se caracterizan por problemas de relación o insatisfacción. Además, la relación es directa incluso sin la presencia de trastornos de personalidad o abuso de alcohol concurrente (Moore y Stuart, 2004). En cuanto al abuso de alcohol por parte de mujeres y hombres, sabemos por la literatura que puede ser un factor de riesgo para cometer violencia dentro de la pareja (Stuart et al., 2006) y parece que este riesgo es mayor en individuos del sexo masculino. En los hombres, la posibilidad de perpetrar violencia sobre la pareja es mayor en los casos en los que la cantidad de alcohol consumida es excesiva y en los casos en los que podemos hablar de dependencia real de la sustancia (Ferrer et al., 2004). Parece que el abuso de alcohol tiene una relación directa con la violencia incluso en los casos en los que no existe insatisfacción o malestar entre la pareja (Margolin, John y Foo, 1998) y que el abuso de alcohol puede ser el factor precipitante de la violencia cuando otros factores de riesgo como Se presentan trastornos de la personalidad (antisocial y límite) o depresión.
El estudio de Arteaga, Montalvo, López Goñi (2012) explora las diferencias en las características de personalidad de los pacientes en tratamiento por drogadicción, comparando aquellos que han exhibido conductas violentas contra su pareja con aquellos que no la han exhibido. La tasa de infractores que presentan problemas de abuso o dependencia del alcohol puede oscilar entre el 50% y el 60% (Stuart, et al., 2009). Esta misma relación también se observa al analizar el problema desde la perspectiva de la drogadicción. Aproximadamente el 40%/60% de los pacientes drogodependientes que conviven con su pareja experimentan episodios violentos contra ella durante el año anterior al inicio del tratamiento de su adicción (Stuart et al, 2009).
El problema de la violencia de género, sin embargo, no es una prerrogativa exclusiva del contexto doméstico, sino que se extiende a todo el contexto social.
Queremos centrarnos en esto hoy, 25 de noviembre.
El programa europeo Dafne, en el que también participa España, pone de relieve un dato cuanto menos subestimado: el altísimo número de mujeres drogodependientes víctimas de violencia de género.
El vínculo entre el consumo de sustancias y la violencia de género es complejo y al mismo tiempo muy estrecho. Aunque no hay evidencia clara de una correlación causa-efecto, estudios recientes muestran que las mujeres con problemas de uso de sustancias tienen más probabilidades que los hombres de haber experimentado abuso físico y/o sexual (UNODC, 2004). El estudio citado habla de un porcentaje muy elevado de mujeres con problemas de adicciones que han sufrido al menos un abuso sexual a lo largo de su vida.
La cuestión se complica aún más por el doble tabú que caracteriza tanto el uso de sustancias como la violencia sexual: ambos implican a menudo una condena social progresiva y una serie de prejuicios difíciles de superar. La reputación gozada, la vestimenta, la frecuentación de lugares considerados inseguros y el uso de sustancias psicotrópicas son sólo algunos de los cargos más difundidos, con el fin de llevar a la mujer a juicio como única responsable de su seguridad. Si la atención cultural y regulatoria hacia la violencia sexual ya está afectada por rasgos chauvinistas y trivializadores, el problema se ve agravado por la indiferencia hacia las mujeres drogadictas: en el imaginario colectivo son ellas, más que otras, las que "se han ido". mirando."
Los porcentajes que surgieron de esta investigación demuestran la amplia difusión del fenómeno entre las mujeres drogodependientes como una experiencia vivida antes de iniciar una carrera de drogadicción y después del inicio de la adicción. (El 80% de las mujeres que sufren violencia machista experimentan algún tipo de violencia dentro y fuera de la familia y el 74% de las mujeres que sufren violencia machista consumen tranquilidad y así comienzan a desarrollar una adicción).
La mayoría son jóvenes de 34 y 41 años, según los últimos datos publicados por la Red de Atención a las Adicciones (UNAD), que cada año elabora un informe sobre los distintos perfiles. Las mujeres representan el 20 % de los atendidos por la red.
Sin embargo, a menudo hay una respuesta inadecuada de los servicios debido, en primer lugar, a una subestimación del fenómeno. Esto se debe a la concurrencia de varios factores, en particular el de una especie de doble discriminación que experimenta la mujer drogodependientes (como mujer y como adicta), tanto por parte de la cultura dominante como por la suya propia. experiencia. De hecho, una de las formas de violencia más comunes a las que están expuestas las mujeres drogodependientes es la vinculada a actuaciones sexuales para la obtención de sustancias. Esta práctica es a menudo considerada "normal", en cierto sentido una implicación de la condición de dependencia, de modo que las propias mujeres no la experimentan como una forma de violencia sufrida sino casi como un comportamiento deseado. De los resultados de los dos estudios citados se desprende, por tanto, que la percepción de estas mujeres está distorsionada: no parecen percibir el elemento violento de la interacción que acaba siendo experimentado como una especie de elemento constante. Por lo tanto, la mujer drogodependiente parece pagar el coste de la sustancia también y sobre todo a través de su propio cuerpo y mente.
Como Asociación dedicada a apoyar a personas con problemas de adicciones, es normal que surjan preguntas de las que aún no tenemos respuesta:
¿Cuánto protege la legislación española a mujeres y drogodependientes de la posibilidad de ser víctimas de violencia?
En el imaginario colectivo y en el sistema normativo de nuestro País, ¿tiene el mismo valor (ya vergonzosamente limitado) la violencia que sufre una mujer que la violencia que tiene como víctima a un drogodependiente?
Finalmente, el reducido número de mujeres que relatan o hablan de su experiencia abre la necesidad de reflexionar sobre los métodos de recepción y atención de los pacientes en los Departamentos de Adicciones Patológicas y comunidades terapéuticas. Al no poder contar desde el punto de vista regulatorio con una mayor protección a las mujeres drogodependientes, su defensa y atención sólo puede quedar en manos de una cultura que necesita ser reformulada. Tanto en los contextos educativos como en los de prevención y reducción de daños, es necesario centrarse en la ilegitimidad cultural que ve el abuso contra las mujeres como un comportamiento casi natural y legitimado. Por lo tanto, en contextos asistenciales, el modelo de intervención y de toma de responsabilidad a adoptar debe estar dotado de una perspectiva relacional, abandonando la perspectiva despersonalizante y neutral de la actuación.
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